Omar, alegre, jugaba con su perro; un pitbull de cuatro años de edad. Era casi tan grande como el niño. Se querían. Cada vez que el infante regresaba del colegio y se encontraba con Darín un solemne mote de felicidad se asomaba en su rostro. Se lo notaba radiante, alegre. Al sonreír mostraba un hueco negro donde se suponía que habitaban dos dientes. Los ojos se le achinaban como si hubiese comido limón. Hacía fuerza para no cerrarlos y dejar escapar un lagrimeo. En los días de mucho calor, al ver a su joven pitbull, las mejillas se le tornaban más rojizas que los pómulos de la cáscara del durazno. El maravilloso can demostraba, e incluso retribuía, el aprecio que su amo le tenía. Meneaba la cola y, retrayendo las orejas indicando subordinación, le lamía la mano. Raros eran los días en los que, al llegar a su casa de mal humor, no le dedicara tiempo a su mascota. Pero, aunque no estuviese de buen humor, Darín siempre aguardaba en el verde frente de la humilde morada portándose como un excelente guardián. Algunas veces esperaba sentado por media hora. Otras veces (en caso de que Omar tuviera clases de educación física) permanecía inmutable, quieto como una fiera y manso como una liebre, hasta que veía el micro que dejaba a su amado dueño. Todos sabemos la alegría que poseen los perros cuando, tras la partida a un trabajo de infinitas horas, regresamos a nuestros hogares y, antes de siquiera hacer nada, les damos una palmada en la cabeza. A ellos siempre se los encuentra detrás de la puerta, atentos a cualquier sonido, con su reloj biológico ajustado y funcionando a la perfección. No importa cuanto tiempo haya pasado, ellos siempre nos recibirán así. Solo que un día Darín no se hallaba aguardando en el frente de la casa. Tampoco estaba dentro de ella. Con un semblante preocupado y la voz ronca, más ronca de lo que nunca llegaría a tener, Omar llamó a gritos a su perro. Nadie ladraba detrás de las paredes. Nadie gemía atrapado en la alcoba. Nadie rasgaba la puerta de ningún armario. Apresurando el paso, sin haberse sacado la mochila, se dirigió al jardín trasero. Allí lo encontró. Yacía en medio del patio. Sufría convulsiones. Devolvía sangre y se retorcía como gusano en manos de pescador. No emitía sonido alguno a excepción de una tos endeble y de los guturales gorgoteos producidos por haberse ahogado en su propia sangre. Angustiado hasta la muerte Omar corrió hacia él. En la mitad del trayecto pisó, sin fe de sentir repulsión, una bola de carne picada con fragmentos de vidrio molido. Un nimio número de moscas se permitía un festín. Darín, al ver que su amo se acercaba, intentó levantar la cabeza y, sin lograrlo, la dejó caer, como si sostuviera el peso del mundo, sobre el charco de vómito rojo. Cuando por fin, después de tanto tiempo de espera, su Señor lo acarició con tremenda suavidad, el débil canino desistió. Ya no se retorcía más. Por algún motivo parecía calmo. Quizá, la razón del mundo para el pobre animal, en su representación más sencilla, fue totalmente comprensible. Las lágrimas no tentaban aflorar tras los párpados de Omar. No podía llorar, tenía que ser fuerte. Con ternura materna apoyó la cabeza en el torso del can y, escuchando cómo el corazón de éste dejaba de latir, se dijo a si mismo que nunca más tendría otra mascota.
viernes, 28 de septiembre de 2007
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